Mi Irresistible Earl. Capítulo 10
10
Hacerle el amor a Mara había dejado a Jordan con una delirante sensación de felicidad… y con la conciencia intranquila.
No estaba acostumbrado a ninguna de las dos cosas, y ambas hacían que le resultase difícil concentrarse cuando se sentó unas noches más tarde a jugar con la pandilla del regente en Watier’s. Mientras el repartidor daba cartas a cada jugador sentado a la mesa de paño verde, Jordan se obligó a ignorar su creciente preocupación por todo cuanto Mara no sabía y a centrarse en aquello para lo que había ido allí.
Su misión de aquella velada era simple, si bien requeriría de sutileza: establecer contacto con su objetivo, Albert Carew, duque de Holyfield, y comenzar a granjearse la confianza de «Alby»; aquel era el nombre por el que sus elegantes amigos seguían llamando al duque desde sus días como lord Albert Carew, un destacado dandi, pero un simple hijo segundo, antes de que heredara el título de su hermano mayor.
Una vez que Jordan contara con la confianza de Albert, no tardaría en llegar al fondo de sus negocios con los prometeos, a quién le controlaba y qué quería que el duque le consiguiera gracias a su puesto entre los escandalosos amigos varones que conformaban el círculo más íntimo del regente.
Eran una panda extraña, por decir algo, reflexionó Jordan, observándolos a la mesa.
Esa noche también tendría que cerciorarse de que los alborotadores amigos del príncipe le aceptaran, de modo que fuera invitado otra vez y pudiera continuar vigilando al supuesto traidor prometeo que había entre ellos. Eso, a su vez, significaba que tendría que jugar bien en las mesas… pero no demasiado.
No deseaba hacerles sombra, aunque por lo general destacaba en los juegos de cartas que requerían de ciertos cálculos matemáticos.
Parecía estar surtiendo resultado. Pero lo había estado haciendo tan bien toda la noche como pareja de whist de lord Yarmouth que supuso que más le valía asegurarse de perder un poco cuando los caballeros cambiaran al macao a altas horas de la madrugada.
Ah, el macao, aquel juego infernal al que Watier’s debía su mala fama. Perder dinero en la mesa de macao no era difícil. De hecho, el miembro más joven de la pandilla del regente, Hughes, de apenas veinte años, casi había perfeccionado dicho arte.
Tras haber dilapidado ya en el juego una fortuna más cuantiosa de lo que la mayoría de la gente jamás poseería, el chico parecía decidido a perder alegremente el resto de su todavía vasta herencia antes de cumplir los treinta años.
El macao era una variación del vingt-et-un, en la que la casa repartía, de salida, una carta a cada jugador en vez de dos, hasta alcanzar la cifra de nueve, en lugar del veintiuno, sin pasarse. Tras una hora de juego, Jordan había logrado despilfarrar tres mil libras de la fortuna Falconridge. Pero se desprendió de las fichas de marfil con forma de pez que representaban la sustanciosa suma con una sonrisa despreocupada.
—Bien jugado, Holyfield —manifestó, pues Alby lo había hecho notablemente bien en aquella mano.
El acicalado dandi se recreó en aquel halago, que le llovió desde varias direcciones cuando todos le felicitaron.
—He nacido con estrella —declaró, apilando sus fichas de marfil.
Por supuesto, pensó Jordan, todavía con una ligera sonrisa en los labios. Era evidente que la maravillosa suerte de Alby había sido la responsable de que el ducado de su hermano fuera a parar a sus manos y le abriera puertas hasta que se encontró cenando con el futuro rey de Inglaterra. Era imposible que los prometeos hubieran tenido algo que ver, claro.
Como era natural, la Orden no era tan ingenua.
La muerte por ahogamiento del hermano mayor junto a su esposa embarazada mientras la pareja se encontraba de vacaciones en Francia, muy cerca del territorio de Malcolm Banks, había despertado en el acto la sospecha de que no se trataba del trágico accidente de barco que parecía ser.
Era posible que Albert hubiera pagado a alguien para que los matara por su siniestra ambición, pero la Orden lo dudaba. El dandi era un engreído e intrigante peón lleno de arrogancia, pero seguramente incapaz de cometer un asesinato. Sin embargo, alguien de su entorno bien podría ser capaz, alguien al que le resultaba útil tener un hombre con acceso a las más altas esferas de la tierra. Alguien con la crueldad necesaria para colocar al segundo hijo en posesión de un ducado de forma deliberada… por un precio.
Pero ¿con qué propósito?
Descubrirlo era misión de Jordan. En cualquier caso, a continuación llegó el refrigerio. Teniendo en cuenta que eran las tres de la madrugada, Jordan tenía poco interés en las creaciones de Chef Labourie’s, pero le divertía observar la reacción de los demás hombres.
Cuando las puertas del comedor contiguo se abrieron, un grupo de camareros dieron la bienvenida a Su Alteza Real y a sus seguidores con una floritura.
A fin de cuentas, el regente en persona había iniciado la fundación de Watier’s tras escuchar de boca de sus compañeros que la comida de los otros clubes era insoportablemente insípida y monótona. Envió en el acto a dos chefs de sus cocinas a las órdenes de su antiguo asistente, llamado Watier, para crear un nuevo club en Piccadilly con un excepcional menú digno de los glotones londinenses y de su real estómago.
Tal y como había previsto Jordan, procedieron a devorar todo cuanto estaba a la vista. Disimuló su diversión mientras cogía un plato, pues no hacerlo hubiera sido una grosería. En realidad, jamás había visto un grupo más variopinto de excéntricos, que iba desde auténticos depravados hasta absolutos tipos raros.
Había un miembro del club llamado Bligh, que sin duda debía de estar en un sanatorio, a juzgar por la forma obsesiva en que farfullaba por lo bajo. Incluso los demás hombres le rehuían.
Jordan había palidecido y había vigilado con recelo a Bligh desde el preciso instante en que se dio cuenta de que aquel individuo inestable llevaba dos pistolas encima, en presencia del mismísimo regente. Aquella no era una situación cómoda para el reino.
Prinny no parecía preocupado en lo más mínimo por las Manton de su chiflado amigo, pero Jordan tuvo que contenerse para no saltar por encima de la mesa para desarmarle.
La mayoría de los otros parecían inofensivos, aunque no para las jóvenes bonitas de las clases bajas. O para los chicos. Era difícil de saber. Su mirada continuó paseándose entre ellos. Tal vez Su Alteza Real tuviera buen ojo para el arte, pero con el mundo entero a sus pies, tenía un gusto muy extraño para elegir amigos. Jordan jamás había cenado con un surtido tan exótico de alegres excéntricos.
El sonriente Hughes continuaba yendo de un lado para otro haciendo infinitas preguntas, interrumpiendo jubilosamente al literato del grupo, Scrope Davies, que garabateaba versos después de cada trago de whisky. Lord Yarmouth hacía comentarios vergonzosamente lascivos sobre diversas damas de la sociedad y sobre lo que le gustaría hacerles, escandalizando a lord Petersham, que expresó su desaprobación con su voz ceceante antes de sacar la caja de rapé y tomar su habitual pellizquito. Se rumoreaba que Petersham poseía una caja de rapé diferente para cada día del año.
Nadie mencionó a Beau Brummell, ahora desterrado de la presencia del regente. Había dejado de existir. Pero su influencia, cada vez menor, podía apreciarse aún en el gran cuidado que todos los dandis prodigaban a su atuendo. Jordan se preguntó si Su Alteza echaba alguna vez de menos a su antiguo amigo y elegante consejero en el vestir, pero parecía contento siendo el centro de atención como un gran y rubicundo zoquete en la cabecera de la mesa.
A su lado se encontraba el aún más grueso lord Alvanley, con sus infinitas ocurrencias —un rollizo y divertidísimo gigante, que en esos momentos se mofaba del honorable «Caniche» Byng, por haber llevado a su perro al club.
—¡Pero trae buena suerte! —protestó el orgulloso propietario de la mascota mientras le daba a su mimado caniche un poco del pato a la naranja de Chef Labourie’s.
Entretanto, al otro lado de la mesa, el coronel Hanger estaba haciendo una apuesta privada aparte con lord Barrymore, conocido con el sobrenombre de Infernal, sobre cuánto podría tardar el viejo «duque borracho» de Norfolk en caerse de la silla y desmayarse en el suelo. A su excelencia ya no le faltaba mucho.
Teniendo todo en consideración, Albert parecía ser la persona más normal que había allí, aparte de Jordan. Daba la impresión de encontrarse tan perplejo entre aquellos hombres como Jordan. Cuando salió al balcón a fumarse un cheroot, Jordan vio la oportunidad perfecta para aproximarse a su objetivo.
—Tienes cierta habilidad en el macao, Holyfield —le felicitó Jordan cuando se acercó, recordando lo mucho que a Albert le había agradado su anterior cumplido.
—Hum, sí, gracias. No carezco de dotes —reconoció el duque, bastante satisfecho consigo mismo.
Las damas de la alta sociedad le consideraban un hombre guapo, y eso aun antes de que hubiera heredado el ducado.
Albert se volvió para mirar a Jordan de arriba abajo.
—Falconridge, ¿verdad?
—Sí, excelencia —respondió con una reverencia, pero el semblante de Alby reflejaba una desdeñosa expresión de recelo.
—¿No es amigo de Rotherstone?
—Somos compañeros de club —admitió Jordan, muy consciente de que Max y Alby, nacidos en propiedades vecinas, se despreciaban desde la infancia.
Y, además, estaba su rivalidad por causa de Daphne.
—Pero le he visto por la ciudad con él —insistió—. En sociedad.
—Me parece que últimamente no —repuso Jordan con expresión sufrida.
—¿De veras? —Ahora la atención de Alby era absoluta—. Qué desafortunado. ¿Han discutido? —preguntó con una sonrisa jactanciosa en la cara.
—Bueno, no exactamente. —Jordan hizo una pausa y le miró de soslayo—. Digamos que hay hombres a los que el matrimonio les cambia.
Albert clavó los ojos en él con impaciencia.
—¿Cómo es eso?
—Bien, yo no le he dicho nada, Holyfield —mintió con voz grave—, pero esa esposa suya tiene a Max atado en corto.
Sus ojos se colmaron de regocijo.
—No me diga.
—Me temo que tiene que soportar unas cuantas quejas.
—¡Dios santo! ¿Daphne es una arpía? Qué espléndido —murmuró Alby—. Jamás lo habría creído.
—A veces las mujeres también cambian con el matrimonio —replicó Jordan de manera prudente—. La coqueta más encantadora puede convertirse en una auténtica arpía una vez que ya tiene el anillo en el dedo.
Alby meneó la cabeza, saboreando las revelaciones de Jordan.
—Estoy pasmado. Y, sin embargo, extrañamente complacido.
—¿No la cortejó usted en cierta época? A Daphne… es decir… a lady Rotherstone.
Albert soltó una carcajada, parte mueca, parte desdén.
—Eso fue hace años. Pero, por fortuna, perdí el interés y abandoné la idea. No era mi tipo.
«¡Ja!»
—Bueno, por lo que veo, tuvo suerte de que le rechazara.
El recordatorio de su derrota convenció a Albert para que dejara el tema de lord y lady Rotherstone en el acto.
Mientras tanto, Jordan podía imaginarse la indignación de su mejor amigo si hubiera oído describir a la divina Daphne como una arpía.
Reprimió una sonrisa al recordar que le debía al líder de su equipo un informe cuando regresara a casa. Max le había escrito el día anterior, poniéndole al día de los progresos que Drake estaba haciendo gracias a la influencia de una misteriosa chica del servicio llamada Emily.
Albert había apartado la mirada, exhalando una bocanada de humo del cheroot en tanto que el viento nocturno agitaba sus cuidados rizos rubios.
No cabía duda de que el muy fatuo utilizaba lazos para rizar durante horas. Ningún hombre debería lucir un cabello tan cuidado. No obstante, sus siguientes palabras disiparon el humor burlón de Jordan.
—He oído que ha conquistado a lady Pierson, Falconridge.
Este le lanzó una mirada de reojo, cortante aunque cautelosa.
—Por el contrario, es su señoría quien me ha conquistado a mí.
Albert soltó un bufido, tomando su sereno comentario por vana galantería. Lo cual estaba bien.
Jordan detestaba afectar una actitud caballerosa hacia Mara, pero tampoco deseaba atraer la atención de un supuesto prometeo sobre ella.
—De alguna forma debe uno divertirse en la vida, ¿no le parece, Holyfield? —profirió.
Albert se encogió de hombros e hizo su mayor elogio:
—Viste bien.
—En efecto —murmuró, aunque él la prefería sin aquellos elegantes vestidos de Bond Street.
—Pero ¿no le molesta… que siempre ande parloteando sobre ese mocoso suyo? —Alby se volvió hacia él—. ¡Diantre, esa mujer se cree que su hijo es un regalo de Dios al mundo! Me irrita infinitamente.
Jordan rió con suavidad.
—Supongo que sí. Pero, ya sabe, que una mujer hable no significa que un hombre tenga que escuchar.
—¡Cierto! Y si fingir atención reporta beneficios…
—Exacto.
Jordan alzó su vaso de whisky por la dama, allá dondequiera que estuviera, y luego bebió a su salud.
Albert le contemplaba con cierto grado de diversión y cauteloso interés.
—¿Acompañará a Mara al baile de Carlton House la próxima semana? Ya sabe, la celebración no oficial del compromiso de la princesa Carlota.
—Sí, tendré ese honor —declaró despreocupado—. ¿Por qué lo pregunta?
—Esa noche jugaremos a las cartas durante el baile. He visto lo bien que lo ha estado haciendo con Yarmouth. —Miró hacia el comedor y luego sus ojos se fijaron en Jordan con astucia—. Puesto que parece ser que ambos sabemos lo que hacemos en la mesa de juego, tal vez deberíamos formar pareja al whist esa noche y dar una paliza a los demás.
Jordan esbozó una amplia sonrisa.
—Me gusta su forma de pensar, Holyfield. Eso suena muy provechoso.
—Excelente. —Albert se enderezó y dirigió a Jordan una principesca inclinación de cabeza—. Los limpiaremos, pues. Me alegro de que se haya unido a nosotros, Falconridge. Al menos es usted una gran mejora con respecto a Rotherstone. Él nunca encajó con nuestra pandilla. Pero es posible que usted sí lo haga.
—Vaya, gracias, duque.
Jordan le brindó una reverencia, pues no confiaba en sí mismo para decir otra palabra. Albert alzó la barbilla y le dejó con gesto altivo. Con la cabeza bien alta, el duque fue a unirse con el único hombre de la habitación que parecía tenerle estima: el regente.
Sintiéndose algo desilusionado, Jordan le contempló mientras caminaba. Pese a todo, había sido una buena noche.
—¿No le parece que está absolutamente hermosa? —exclamó Mara viendo a la princesa Carlota y al príncipe Leopoldo saludar a sus invitados en la fila de recepción que parecía extenderse kilómetros más allá de las puertas de Carlton House—. Qué orgulloso debe de estar de su pequeña, tan adulta —le dijo al regente, con ojos llorosos—. Mire qué buena pareja hacen. ¡Son adorables!
—Supongo —murmuró el regente, aunque sus ojos centelleaban con orgullo paternal.
—Ah, mire cómo la adora el príncipe.
En cuanto la regordeta y un tanto torpe princesa Carlota dejó caer el abanico, el príncipe Leopoldo se apresuró a recogerlo y se lo ofreció de manera reverente a su prometida.
Mara suspiró al ver lo dulces que eran, tan jóvenes e inocentes.
—Cualquiera puede ver que están enamorados. El príncipe no puede apartar los ojos de ella, y Carlota está radiante.
El corpulento regente la miró de soslayo.
—También usted, querida.
—¿De veras? —Mara se volvió hacia él, sonrojada y con una sonrisa incontenible.
Él enarcó una ceja, cómplice.
—Tenga cuidado con él. Es lo único que voy a decirle. Sabe lo protector que soy con Thomas y con usted. Si les hace daño a cualquiera de los dos, le encerraré en la Torre.
—Estoy segura de que no será necesario. Es la viva estampa del honor —declaró Mara—. Somos muy felices.
Miró hacia la sala de cartas, donde Jordan estaba jugando al whist, pero Su Alteza Real dejó escapar un suspiro de contrariedad.
—Dios mío, este lugar está lleno de gente enamorada. No puedo soportarlo —farfulló con ironía, pero sus ojos se llenaron de tristeza.
Mara se preguntó si estaría pensando en su primer amor, otra viuda, la desdichada señora Fitzherbert. Le habían prohibido casarse con ella porque era católica. Pero Prinny se libró del sentimentalismo.
—Disfrute, querida —le aconsejó con una sonrisa mientras la dejaba para mezclarse con sus innumerables invitados.
Mara contempló al príncipe regresar a sus deberes de anfitrión, triste al pensar que, pese a todo el poder y la incalculable riqueza que controlaba, a Su Alteza Real se le había privado de ese tesoro que cualquier campesino era libre de disfrutar: el amor.
Alzó la vista hacia el Gerrit Dou, que ahora colgaba sobre la repisa de la chimenea de la habitación azul, donde había reclamado el puesto de honor. Incluso el cuadro, con su oscuro estilo de la escuela germana, hablaba del amor de un hombre por una mujer. Algún anciano mercader había encargado el retrato de su igualmente anciana esposa. Lo que desprendía no era la lozana belleza de una futura novia como la princesa Carlota, sino la marchita hermosura del rostro de una mujer de edad avanzada, con marcadas arrugas y aspecto ajado, pero en cuyos ojos serenos se reflejaba la luz interior del amor que había durado ya toda una vida.
Al sentir que sus ojos se empañaban tontamente una vez más con el divagar de sus pensamientos, Mara salió de su ensimismamiento y fue a echar un vistazo a la sala, donde se habían dispuesto mesas para cuatro jugadores cada una.
Allí el bullicio del salón daba paso al murmullo de concentración de los jugadores. Mara reprimió una sonrisa al ver a Jordan de compañero del insoportable Alby, duque de los dandis. Vaya, su querido amigo debía de ser un jugador avispado si el altivo Holyfield había condescendido a jugar con él como compañero. Ni siquiera cuando no era más que un segundo hijo, Alby nunca había sido de los que desperdiciaban su tiempo con perdedores. Ni siquiera hablaba con hombres que compraban sus botas en el zapatero equivocado o… horror de los horrores, no conseguían acceso a White’s.
Sin embargo, el conde de Falconridge estaba a la altura de sus exigencias, reflexionó, mirando con avidez a su amante. Su traje de etiqueta en blanco y negro era simplemente masculina perfección. «Pero eso es Jordan para ti.»
Como si él pudiera sentir su mirada examinándole detenidamente, volvió la vista por encima del hombro hacia la puerta y la divisó. Le lanzó una sonrisa ardiente desde el fondo de la estancia, consiguiendo que Mara se sonrojara. Cuando sus ojos se encontraron, el corazón le dio un vuelco y la piel se le erizó.
«Oh, Dios bendito.» En el fuego latente en sus ojos se vislumbraban los planes que esa noche tenía para ella. Mara notó que se le formaba un nudo en la garganta, y se ruborizó con más intensidad.
Cielo santo, daba la impresión de que últimamente no podía hacer otra cosa que no fuera ruborizarse, reír por nada y tararear estúpidas cancioncillas. Delilah estaba bastante harta de ella.
Le devolvió la sonrisa con paciente anticipación, pero no le guardaba rencor por jugar a las cartas. Más tarde lo tendría todo para ella sola.
A continuación le brindó una ligera sonrisa y se marchó. Agitando el abanico para recuperarse del sofoco, de pronto vio a Cole, solo y pensativo, apoyado contra la galería que daba al salón octogonal. Mara siguió su mirada, haciendo una mueca de compasión al ver que estaba observando a Delilah arrojarse a los brazos de un capitán con bigote perteneciente a la Caballería Real.
Maldición, ¿por qué estaba siendo tan estúpida? Pero ya conocía la respuesta. Cole también la sabía, pero sin duda parecía estar perdiendo la paciencia.
Mara dejó a un lado su preocupación por cierto conde y fue a ofrecerle su comprensión… y su ánimo.
—No pierdas la fe en ella aún —le dijo en voz baja, uniéndose a él en la baranda.
—¿Por qué no? —farfulló—. Soy tonto por no hacerlo, la muy libertina. ¡Me está atormentando adrede!
—Sí, pero, a su modo, esa libertina te ama —repuso Mara con socarronería—. Créeme, tan solo está asustada.
Cole se volvió hacia ella con una expresión de absoluta desdicha.
—¿Querrás hablar con ella por mí?
Mara enarcó las cejas.
—No estoy segura de que deba interferir.
—¡Al menos apártala de ese sinvergüenza, quienquiera que sea! Por favor… —agregó. Parecía tan desesperado que Mara le sonrió con pesar.
—Eso sí puedo hacerlo.
Le dio una palmadita a Cole en la espalda al pasar y luego se dirigió abajo con el fin de intentar convencer a su amiga de que no se buscase su propia ruina o, como mínimo, para quitarle de encima al guapo oficial.
Tras la victoriosa conclusión de la partida de cartas, Jordan se puso en pie y le estrechó la mano a Albert y a sus derrotados oponentes. Cuando dejaron la mesa para el siguiente cuarteto de jugadores, Albert ya se estaba recreando.
—¡Bien jugado, Falconridge! Creo que nos ha ido muy bien.
—Gracias a tus habilidades, Holyfield —repuso Jordan, sin el menor indicio de ironía en su voz—. Ha sido tu juego el que ha encarrilado la partida.
—Puede que así sea, pero tú no cometiste ningún error grave.
—Eres demasiado amable.
Albert hizo un gesto de satisfacción, al parecer despidiendo a Jordan, y se internó con aire arrogante entre la multitud. Jordan le vio marchar, preguntándose cómo Max había podido soportar crecer con él como vecino. En toda su vida había conocido tamaño zoquete.
En verdad estaba sorprendido de que hubieran ganado, pues se había pasado distraído toda la partida, algo atípico en él. Lo único que deseaba era estar con Mara.
La boca se le hizo agua al pensar en ella con aquel escotado vestido de baile rosa, que se ceñía a sus curvas, y en la sensualidad que ardía en sus ojos oscuros cuando le había obsequiado con una sonrisa desde la puerta.
Aparte de dirigirle una mirada apreciativa, no se había arriesgado a evidenciar ningún otro signo de la pasión que sentía por ella. No cuando tenía a su objetivo enfrente en la mesa de juego. A fin de cuentas, le había dicho a Albert que su interés por ella era meramente sexual.
Era por el bien de Mara, y Albert, aunque cínico, le había creído sin problemas. Pero Jordan era muy consciente de que la estratagema podía explotarle en la cara si esas palabras llegaban a los oídos de Mara. De cualquier forma, ¿dónde demonios estaba ella?
Cuando se disponía a abandonar la sala de cartas para ir en su busca, se detuvo ante el regente, que entraba parsimoniosamente en ese preciso instante, con sus rubicundas mejillas enrojecidas.
—Falconridge.
Jordan saludó a Su Alteza Real con una reverencia cortés.
—Señor.
El regente pareció reparar en su mirada inquieta.
—¿Busca a alguien? —preguntó con voz lánguida, sucumbiendo a una irónica sonrisa—. Se ha ido por allí. —Señaló con la cabeza por encima de su hombro.
—Gracias, señor.
—Hum.
Mirándole con escepticismo, Prinny siguió avanzando y fue de nuevo rodeado por sus invitados.
Jordan salió a la galería, saludó a Cole y apoyó las manos en la baranda, escudriñando el amplio y ventilado espacio octogonal de abajo, en el que pronto daría comienzo el baile. Ahí estaba Mara. Una sonrisa se dibujó en sus labios cuando sus ojos se posaron en ella. Estaba hablando con Delilah.
Se apartó de la baranda para ir con ella, pero de camino a la gran escalinata atisbó a Albert por el rabillo del ojo. Jordan se detuvo al percibir cierto aire furtivo y malicioso en el despreocupado modo en que el duque caminaba a lo largo de la pared de abajo.
Albert disfrutaba demasiado siendo el centro de atención como para pegarse a la pared a menos que tramara algo. ¿Adónde se dirigía?
Jordan no era tan tonto como para perder de vista al duque, de modo que en lugar de ir a ver a su dama, siguió a su objetivo.
Unos metros por delante, Albert tomó con toda tranquilidad una copa de champán de la bandeja de un criado y un pequeño pastelillo de una mesa de dulces al pasar. Continuó su camino mientras bebía de su copa y degustaba el pequeño manjar, pero Jordan percibió un calculado propósito tras su deambular de dandi desenfadado.
Mientras le seguía la pista, supo que estaba viendo Carlton House como se suponía que debía de ser visto, iluminado por el resplandor de sus rutilantes arañas de cristal, con un millar de enjoyados invitados atestando sus resplandecientes salones, sus vestíbulos cuajados de dorados y sus fulgurantes corredores. Las desnudas estatuas de mármol eran testigo de un infinito desfile de ricos y aristócratas europeos, que llegaban con sus mejores galas. Los hombres con su elegante traje de etiqueta negro y almidonado pañuelo, de un blanco prístino, como su propio atuendo; las mujeres radiantes de todos los colores imaginables, como el surtido del Real Jardín Botánico de Kew.
Sin perder de vista a Albert, escuchó retazos de conversación mientras se adentraba entre la multitud.
—La boda se celebrará pronto.
—El 2 de mayo, ¿no es así?
—Sí, ¿en Westminster?
—No, va a tener lugar aquí mismo, en Carlton House.
—¿De veras?
—Será una ceremonia pequeña y privada, los asistentes serán principalmente de la familia, de acuerdo con Su Alteza Real. Creo que se hará en el salón carmesí.
—¿No es encantador?
La música también iba y venía, proveniente de los distintos grupos de músicos situados por todo el amplio palacio. Un trío de violín aquí; allí, un arpista y un flautista. Por la ventana se colaba el son de la banda germana de instrumentos de metal predilecta del regente tocando en la terraza que daba a los jardines.
Todo se fue apagando a su espalda a medida que continuaba siguiendo a Albert. Por delante de él, el duque caminaba en esos momentos con paso más decidido.
Antecámaras gemelas, con prístinos suelos de mármol, flanqueaban el vestíbulo de entrada principal, donde los invitados seguían llegando bajo el magnífico pórtico. Albert pasó de largo de manera relajada, dirigiéndose hacia los aposentos privados del regente dentro de Carlton House, si a Jordan no le fallaba la memoria. Estaba muy seguro de que aquel era el camino que habían recorrido cuando acompañó a Mara a entregar el Gerrit Dou a su amigo de la realeza.
Tomando un último sorbo de champán, Albert entró en una habitación situada al fondo de la antecámara, en el rincón de la izquierda.
Jordan se aproximó con cautela, acercándose de manera sigilosa a las puertas dobles de la estancia. Tras echar un rápido vistazo dentro, vio que se trataba de la grandiosa biblioteca gótica. Había un número de invitados en el interior, sentados o conversando, ya que aquel lugar era más tranquilo.
Jordan frunció el ceño al escuchar a Albert hacer un anuncio a los que habían buscado refugio allí.
—Damas y caballeros, tengan la bondad de prestarme atención —dijo con voz suave—. Su Alteza Real hará un brindis en la gran escalinata dentro de unos momentos a la salud de la princesa Carlota y del príncipe Leopoldo. La Catalani está aquí y ha aceptado interpretar una canción para la feliz pareja tras el brindis. No hay que perdérselo. Sí, eso es correcto —respondió a una anciana que había formulado una pregunta que Jordan no logró distinguir—. Tal vez deseen dirigirse hacia el salón octogonal, pues después de que la Catalani cante, he oído que dará comienzo el baile.
Los invitados no imaginaban que aquello pudiera ser algún tipo de artimaña, sino que aceptaron la sugerencia de Albert y comenzaron a abandonar con premura la biblioteca.
Jordan se sintió divertido. Se asomó de nuevo de manera furtiva y vio que Albert estaba momentáneamente distraído por un invitado que no se marchaba. Aprovechando que el duque estaba repitiendo su anuncio alzando más la voz a una pareja de ancianos, Jordan se coló en la estancia mientras el resto de los invitados se marchaban.
Se escabulló tras la colosal columna más próxima, ocultándose de la vista. Luego, al cabo de un momento, Albert pasó cerca cuando con suma elegancia echó a los invitados de la biblioteca. Entonces cerró la puerta de la biblioteca con llave.
Albert se apresuró y fue de inmediato hacia la ventana para correr las cortinas. Fue de una a otra y a continuación apagó las velas que había en la estancia, dejando tan solo una encendida con la que trabajar.
Jordan agradeció la penumbra que le ayudaba a ocultarse en tanto que Albert, ajeno aún a su presencia, se encaminaba hasta una pequeña puerta en el rincón del fondo de la biblioteca. Mientras miraba al duque a la luz de la única vela que este portaba, le vio sacarse una llave del chaleco. Podía sentir el nerviosismo del dandi, percibirlo en el modo en que se peleaba con la cerradura.
¿Qué demonios buscaba? Jordan se movió con sigilo, rodeando la columna… hasta que Albert se detuvo de repente, notando quizá otra presencia en la habitación. Se dio la vuelta y escrutó la oscuridad.
—¿Quién anda ahí? —exigió saber con voz tensa.
Jordan contuvo el aliento, sin moverse.
Al cabo de un instante, Albert maldijo entre dientes y pareció determinar que solo se trataba de imaginaciones de su mente culpable. Luego retomó su frenético forcejeo para abrir la puerta.
Mientras esperaba, nuevamente tras la columna, Jordan aguzó el oído hasta que oyó el clic de la cerradura, el movimiento del pomo y el chirrido de la puerta cuando fue abierta.
En un espejo dorado situado sobre una de las chimeneas de la biblioteca pudo ver que Albert había entrado en un pequeño cuarto privado con un escritorio y armarios archivadores.
Habida cuenta de la proximidad a las dependencias del regente, Jordan no pudo evitar llegar con desagrado a la conclusión de que Albert acababa de irrumpir en el despacho personal de Su Alteza Real.
Albert dejó la palmatoria sobre el escritorio, sacó la llave una vez más y abrió el cajón superior. Jordan le observó con fría paciencia mientras hojeaba los documentos guardados en la mesa del regente; su rostro parecía una pálida máscara de pavor a la titilante luz de la vela. No era la expresión de un hombre que estaba haciendo algo de forma voluntaria, sino más bien algo que le habían ordenado llevar a cabo mediante la coacción. En efecto, lo que Albert hacía en esos momentos podría llevarle a la horca. Estaba buscando algo, pero ¿qué intentaba encontrar?
A medida que transcurrían los segundos, Jordan se debatió entre salir de las sombras y enfrentarse al dandi o esperar y ver qué hacía a continuación.
De repente, un golpe sonó en la puerta de la biblioteca. Albert se quedó petrificado dentro del despacho real.
—¿Hola? ¿Hay alguien ahí? —dijo una voz.
Jordan volvió la vista horrorizado.
«¡Mara!»
—¿Jordan? ¿Estás ahí dentro? Me ha parecido verte venir hacia aquí. —Llamó de nuevo—. ¿Jordan? ¡Abre! Me prometiste un baile. ¡Están a punto de tocar un vals!
«¡Santo Dios, me ha seguido!»
Mientras Jordan se estremecía, prácticamente pudo sentir que Albert asimilaba las palabras de Mara. De forma súbita, Albert se apresuró en meter otra vez los documentos en el cajón, cerrándolo con premura y cogiendo la palmatoria de la mesa. Tiró de la puerta del despacho para cerrarla después de salir y echó la llave sin demora.
Hecho eso, dio unos pasos hacia el centro de la biblioteca y, mientras Mara seguía llamando, miró en la oscuridad por doquier sosteniendo la vela en alto.
—¿Falconridge? —susurró con enojo—. ¿Estás ahí? ¡Falconridge! ¡Por Dios, habla si estás aquí!
Albert aguardó; Jordan contuvo la respiración.
Maldición. Ese era el motivo exacto por el que jamás mezclaba el trabajo con el placer. Cualquier progreso que hubiera hecho con Albert, ella acababa de echarlo por tierra sin ser consciente de ello.
Su única esperanza era que Albert diera por hecho que Mara estaba equivocada.
Ella llamó de nuevo a la puerta.
—¿Jordan?
Albert parecía no saber qué creer.
—Si estás aquí dentro, Falconridge, lo lamentarás.
Jordan no articuló una sola palabra. Ni siquiera respiró. Podía sentir a Albert escrutando las sombras en su busca, pero cuando Mara llamó una vez más a la puerta, el duque soltó un improperio entre dientes y se marchó con las manos vacías, abandonando la estancia por otra puerta entre un par de columnas al otro extremo de la habitación.
Jordan dedujo que Albert optaría por regresar a la fiesta, estimando que era la alternativa más segura después de haberse escabullido por el palacio. Querrían que le vieran con el fin de asegurarle al mundo que no sucedía nada fuera de lo normal.
Entretanto, Jordan abandonó su escondite y fue a abrir la puerta antes de que Mara atrajera más atención no deseada. Sus llamadas comenzaban a sonar más irritadas que afables.
—¡Jordan, sé que estás ahí! ¿Estás indispuesto?
Hubo un ominoso silencio mientras él se aproximaba a la puerta que los separaba.
—Te he visto venir hacia aquí —le informó desde el otro lado—. Jordan… ¿estás solo?
Él abrió los ojos como platos. ¿Mara temía que se hubiera escabullido con otra mujer? ¡Dios bendito!
Pero ya la había visto celosa con antelación… en la cena ofrecida por Delilah. Si Mara le había visto encaminarse hacia aquel lugar, entonces tendría sospechas con respecto al motivo por el que la estaba ignorando.
Y eso no podía permitirlo.
—¡Ahí estás! —exclamó en cuanto se abrió la puerta—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Esperarte. —Jordan la agarró de la muñeca, tiró de ella dentro de la estancia, la atrajo hacia sus brazos y la besó de manera apasionada.
Cambio de tema… una técnica predilecta de todo espía.
Jamás fallaba.
Hacerle el amor a Mara había dejado a Jordan con una delirante sensación de felicidad… y con la conciencia intranquila.
No estaba acostumbrado a ninguna de las dos cosas, y ambas hacían que le resultase difícil concentrarse cuando se sentó unas noches más tarde a jugar con la pandilla del regente en Watier’s. Mientras el repartidor daba cartas a cada jugador sentado a la mesa de paño verde, Jordan se obligó a ignorar su creciente preocupación por todo cuanto Mara no sabía y a centrarse en aquello para lo que había ido allí.
Su misión de aquella velada era simple, si bien requeriría de sutileza: establecer contacto con su objetivo, Albert Carew, duque de Holyfield, y comenzar a granjearse la confianza de «Alby»; aquel era el nombre por el que sus elegantes amigos seguían llamando al duque desde sus días como lord Albert Carew, un destacado dandi, pero un simple hijo segundo, antes de que heredara el título de su hermano mayor.
Una vez que Jordan contara con la confianza de Albert, no tardaría en llegar al fondo de sus negocios con los prometeos, a quién le controlaba y qué quería que el duque le consiguiera gracias a su puesto entre los escandalosos amigos varones que conformaban el círculo más íntimo del regente.
Eran una panda extraña, por decir algo, reflexionó Jordan, observándolos a la mesa.
Esa noche también tendría que cerciorarse de que los alborotadores amigos del príncipe le aceptaran, de modo que fuera invitado otra vez y pudiera continuar vigilando al supuesto traidor prometeo que había entre ellos. Eso, a su vez, significaba que tendría que jugar bien en las mesas… pero no demasiado.
No deseaba hacerles sombra, aunque por lo general destacaba en los juegos de cartas que requerían de ciertos cálculos matemáticos.
Parecía estar surtiendo resultado. Pero lo había estado haciendo tan bien toda la noche como pareja de whist de lord Yarmouth que supuso que más le valía asegurarse de perder un poco cuando los caballeros cambiaran al macao a altas horas de la madrugada.
Ah, el macao, aquel juego infernal al que Watier’s debía su mala fama. Perder dinero en la mesa de macao no era difícil. De hecho, el miembro más joven de la pandilla del regente, Hughes, de apenas veinte años, casi había perfeccionado dicho arte.
Tras haber dilapidado ya en el juego una fortuna más cuantiosa de lo que la mayoría de la gente jamás poseería, el chico parecía decidido a perder alegremente el resto de su todavía vasta herencia antes de cumplir los treinta años.
El macao era una variación del vingt-et-un, en la que la casa repartía, de salida, una carta a cada jugador en vez de dos, hasta alcanzar la cifra de nueve, en lugar del veintiuno, sin pasarse. Tras una hora de juego, Jordan había logrado despilfarrar tres mil libras de la fortuna Falconridge. Pero se desprendió de las fichas de marfil con forma de pez que representaban la sustanciosa suma con una sonrisa despreocupada.
—Bien jugado, Holyfield —manifestó, pues Alby lo había hecho notablemente bien en aquella mano.
El acicalado dandi se recreó en aquel halago, que le llovió desde varias direcciones cuando todos le felicitaron.
—He nacido con estrella —declaró, apilando sus fichas de marfil.
Por supuesto, pensó Jordan, todavía con una ligera sonrisa en los labios. Era evidente que la maravillosa suerte de Alby había sido la responsable de que el ducado de su hermano fuera a parar a sus manos y le abriera puertas hasta que se encontró cenando con el futuro rey de Inglaterra. Era imposible que los prometeos hubieran tenido algo que ver, claro.
Como era natural, la Orden no era tan ingenua.
La muerte por ahogamiento del hermano mayor junto a su esposa embarazada mientras la pareja se encontraba de vacaciones en Francia, muy cerca del territorio de Malcolm Banks, había despertado en el acto la sospecha de que no se trataba del trágico accidente de barco que parecía ser.
Era posible que Albert hubiera pagado a alguien para que los matara por su siniestra ambición, pero la Orden lo dudaba. El dandi era un engreído e intrigante peón lleno de arrogancia, pero seguramente incapaz de cometer un asesinato. Sin embargo, alguien de su entorno bien podría ser capaz, alguien al que le resultaba útil tener un hombre con acceso a las más altas esferas de la tierra. Alguien con la crueldad necesaria para colocar al segundo hijo en posesión de un ducado de forma deliberada… por un precio.
Pero ¿con qué propósito?
Descubrirlo era misión de Jordan. En cualquier caso, a continuación llegó el refrigerio. Teniendo en cuenta que eran las tres de la madrugada, Jordan tenía poco interés en las creaciones de Chef Labourie’s, pero le divertía observar la reacción de los demás hombres.
Cuando las puertas del comedor contiguo se abrieron, un grupo de camareros dieron la bienvenida a Su Alteza Real y a sus seguidores con una floritura.
A fin de cuentas, el regente en persona había iniciado la fundación de Watier’s tras escuchar de boca de sus compañeros que la comida de los otros clubes era insoportablemente insípida y monótona. Envió en el acto a dos chefs de sus cocinas a las órdenes de su antiguo asistente, llamado Watier, para crear un nuevo club en Piccadilly con un excepcional menú digno de los glotones londinenses y de su real estómago.
Tal y como había previsto Jordan, procedieron a devorar todo cuanto estaba a la vista. Disimuló su diversión mientras cogía un plato, pues no hacerlo hubiera sido una grosería. En realidad, jamás había visto un grupo más variopinto de excéntricos, que iba desde auténticos depravados hasta absolutos tipos raros.
Había un miembro del club llamado Bligh, que sin duda debía de estar en un sanatorio, a juzgar por la forma obsesiva en que farfullaba por lo bajo. Incluso los demás hombres le rehuían.
Jordan había palidecido y había vigilado con recelo a Bligh desde el preciso instante en que se dio cuenta de que aquel individuo inestable llevaba dos pistolas encima, en presencia del mismísimo regente. Aquella no era una situación cómoda para el reino.
Prinny no parecía preocupado en lo más mínimo por las Manton de su chiflado amigo, pero Jordan tuvo que contenerse para no saltar por encima de la mesa para desarmarle.
La mayoría de los otros parecían inofensivos, aunque no para las jóvenes bonitas de las clases bajas. O para los chicos. Era difícil de saber. Su mirada continuó paseándose entre ellos. Tal vez Su Alteza Real tuviera buen ojo para el arte, pero con el mundo entero a sus pies, tenía un gusto muy extraño para elegir amigos. Jordan jamás había cenado con un surtido tan exótico de alegres excéntricos.
El sonriente Hughes continuaba yendo de un lado para otro haciendo infinitas preguntas, interrumpiendo jubilosamente al literato del grupo, Scrope Davies, que garabateaba versos después de cada trago de whisky. Lord Yarmouth hacía comentarios vergonzosamente lascivos sobre diversas damas de la sociedad y sobre lo que le gustaría hacerles, escandalizando a lord Petersham, que expresó su desaprobación con su voz ceceante antes de sacar la caja de rapé y tomar su habitual pellizquito. Se rumoreaba que Petersham poseía una caja de rapé diferente para cada día del año.
Nadie mencionó a Beau Brummell, ahora desterrado de la presencia del regente. Había dejado de existir. Pero su influencia, cada vez menor, podía apreciarse aún en el gran cuidado que todos los dandis prodigaban a su atuendo. Jordan se preguntó si Su Alteza echaba alguna vez de menos a su antiguo amigo y elegante consejero en el vestir, pero parecía contento siendo el centro de atención como un gran y rubicundo zoquete en la cabecera de la mesa.
A su lado se encontraba el aún más grueso lord Alvanley, con sus infinitas ocurrencias —un rollizo y divertidísimo gigante, que en esos momentos se mofaba del honorable «Caniche» Byng, por haber llevado a su perro al club.
—¡Pero trae buena suerte! —protestó el orgulloso propietario de la mascota mientras le daba a su mimado caniche un poco del pato a la naranja de Chef Labourie’s.
Entretanto, al otro lado de la mesa, el coronel Hanger estaba haciendo una apuesta privada aparte con lord Barrymore, conocido con el sobrenombre de Infernal, sobre cuánto podría tardar el viejo «duque borracho» de Norfolk en caerse de la silla y desmayarse en el suelo. A su excelencia ya no le faltaba mucho.
Teniendo todo en consideración, Albert parecía ser la persona más normal que había allí, aparte de Jordan. Daba la impresión de encontrarse tan perplejo entre aquellos hombres como Jordan. Cuando salió al balcón a fumarse un cheroot, Jordan vio la oportunidad perfecta para aproximarse a su objetivo.
—Tienes cierta habilidad en el macao, Holyfield —le felicitó Jordan cuando se acercó, recordando lo mucho que a Albert le había agradado su anterior cumplido.
—Hum, sí, gracias. No carezco de dotes —reconoció el duque, bastante satisfecho consigo mismo.
Las damas de la alta sociedad le consideraban un hombre guapo, y eso aun antes de que hubiera heredado el ducado.
Albert se volvió para mirar a Jordan de arriba abajo.
—Falconridge, ¿verdad?
—Sí, excelencia —respondió con una reverencia, pero el semblante de Alby reflejaba una desdeñosa expresión de recelo.
—¿No es amigo de Rotherstone?
—Somos compañeros de club —admitió Jordan, muy consciente de que Max y Alby, nacidos en propiedades vecinas, se despreciaban desde la infancia.
Y, además, estaba su rivalidad por causa de Daphne.
—Pero le he visto por la ciudad con él —insistió—. En sociedad.
—Me parece que últimamente no —repuso Jordan con expresión sufrida.
—¿De veras? —Ahora la atención de Alby era absoluta—. Qué desafortunado. ¿Han discutido? —preguntó con una sonrisa jactanciosa en la cara.
—Bueno, no exactamente. —Jordan hizo una pausa y le miró de soslayo—. Digamos que hay hombres a los que el matrimonio les cambia.
Albert clavó los ojos en él con impaciencia.
—¿Cómo es eso?
—Bien, yo no le he dicho nada, Holyfield —mintió con voz grave—, pero esa esposa suya tiene a Max atado en corto.
Sus ojos se colmaron de regocijo.
—No me diga.
—Me temo que tiene que soportar unas cuantas quejas.
—¡Dios santo! ¿Daphne es una arpía? Qué espléndido —murmuró Alby—. Jamás lo habría creído.
—A veces las mujeres también cambian con el matrimonio —replicó Jordan de manera prudente—. La coqueta más encantadora puede convertirse en una auténtica arpía una vez que ya tiene el anillo en el dedo.
Alby meneó la cabeza, saboreando las revelaciones de Jordan.
—Estoy pasmado. Y, sin embargo, extrañamente complacido.
—¿No la cortejó usted en cierta época? A Daphne… es decir… a lady Rotherstone.
Albert soltó una carcajada, parte mueca, parte desdén.
—Eso fue hace años. Pero, por fortuna, perdí el interés y abandoné la idea. No era mi tipo.
«¡Ja!»
—Bueno, por lo que veo, tuvo suerte de que le rechazara.
El recordatorio de su derrota convenció a Albert para que dejara el tema de lord y lady Rotherstone en el acto.
Mientras tanto, Jordan podía imaginarse la indignación de su mejor amigo si hubiera oído describir a la divina Daphne como una arpía.
Reprimió una sonrisa al recordar que le debía al líder de su equipo un informe cuando regresara a casa. Max le había escrito el día anterior, poniéndole al día de los progresos que Drake estaba haciendo gracias a la influencia de una misteriosa chica del servicio llamada Emily.
Albert había apartado la mirada, exhalando una bocanada de humo del cheroot en tanto que el viento nocturno agitaba sus cuidados rizos rubios.
No cabía duda de que el muy fatuo utilizaba lazos para rizar durante horas. Ningún hombre debería lucir un cabello tan cuidado. No obstante, sus siguientes palabras disiparon el humor burlón de Jordan.
—He oído que ha conquistado a lady Pierson, Falconridge.
Este le lanzó una mirada de reojo, cortante aunque cautelosa.
—Por el contrario, es su señoría quien me ha conquistado a mí.
Albert soltó un bufido, tomando su sereno comentario por vana galantería. Lo cual estaba bien.
Jordan detestaba afectar una actitud caballerosa hacia Mara, pero tampoco deseaba atraer la atención de un supuesto prometeo sobre ella.
—De alguna forma debe uno divertirse en la vida, ¿no le parece, Holyfield? —profirió.
Albert se encogió de hombros e hizo su mayor elogio:
—Viste bien.
—En efecto —murmuró, aunque él la prefería sin aquellos elegantes vestidos de Bond Street.
—Pero ¿no le molesta… que siempre ande parloteando sobre ese mocoso suyo? —Alby se volvió hacia él—. ¡Diantre, esa mujer se cree que su hijo es un regalo de Dios al mundo! Me irrita infinitamente.
Jordan rió con suavidad.
—Supongo que sí. Pero, ya sabe, que una mujer hable no significa que un hombre tenga que escuchar.
—¡Cierto! Y si fingir atención reporta beneficios…
—Exacto.
Jordan alzó su vaso de whisky por la dama, allá dondequiera que estuviera, y luego bebió a su salud.
Albert le contemplaba con cierto grado de diversión y cauteloso interés.
—¿Acompañará a Mara al baile de Carlton House la próxima semana? Ya sabe, la celebración no oficial del compromiso de la princesa Carlota.
—Sí, tendré ese honor —declaró despreocupado—. ¿Por qué lo pregunta?
—Esa noche jugaremos a las cartas durante el baile. He visto lo bien que lo ha estado haciendo con Yarmouth. —Miró hacia el comedor y luego sus ojos se fijaron en Jordan con astucia—. Puesto que parece ser que ambos sabemos lo que hacemos en la mesa de juego, tal vez deberíamos formar pareja al whist esa noche y dar una paliza a los demás.
Jordan esbozó una amplia sonrisa.
—Me gusta su forma de pensar, Holyfield. Eso suena muy provechoso.
—Excelente. —Albert se enderezó y dirigió a Jordan una principesca inclinación de cabeza—. Los limpiaremos, pues. Me alegro de que se haya unido a nosotros, Falconridge. Al menos es usted una gran mejora con respecto a Rotherstone. Él nunca encajó con nuestra pandilla. Pero es posible que usted sí lo haga.
—Vaya, gracias, duque.
Jordan le brindó una reverencia, pues no confiaba en sí mismo para decir otra palabra. Albert alzó la barbilla y le dejó con gesto altivo. Con la cabeza bien alta, el duque fue a unirse con el único hombre de la habitación que parecía tenerle estima: el regente.
Sintiéndose algo desilusionado, Jordan le contempló mientras caminaba. Pese a todo, había sido una buena noche.
—¿No le parece que está absolutamente hermosa? —exclamó Mara viendo a la princesa Carlota y al príncipe Leopoldo saludar a sus invitados en la fila de recepción que parecía extenderse kilómetros más allá de las puertas de Carlton House—. Qué orgulloso debe de estar de su pequeña, tan adulta —le dijo al regente, con ojos llorosos—. Mire qué buena pareja hacen. ¡Son adorables!
—Supongo —murmuró el regente, aunque sus ojos centelleaban con orgullo paternal.
—Ah, mire cómo la adora el príncipe.
En cuanto la regordeta y un tanto torpe princesa Carlota dejó caer el abanico, el príncipe Leopoldo se apresuró a recogerlo y se lo ofreció de manera reverente a su prometida.
Mara suspiró al ver lo dulces que eran, tan jóvenes e inocentes.
—Cualquiera puede ver que están enamorados. El príncipe no puede apartar los ojos de ella, y Carlota está radiante.
El corpulento regente la miró de soslayo.
—También usted, querida.
—¿De veras? —Mara se volvió hacia él, sonrojada y con una sonrisa incontenible.
Él enarcó una ceja, cómplice.
—Tenga cuidado con él. Es lo único que voy a decirle. Sabe lo protector que soy con Thomas y con usted. Si les hace daño a cualquiera de los dos, le encerraré en la Torre.
—Estoy segura de que no será necesario. Es la viva estampa del honor —declaró Mara—. Somos muy felices.
Miró hacia la sala de cartas, donde Jordan estaba jugando al whist, pero Su Alteza Real dejó escapar un suspiro de contrariedad.
—Dios mío, este lugar está lleno de gente enamorada. No puedo soportarlo —farfulló con ironía, pero sus ojos se llenaron de tristeza.
Mara se preguntó si estaría pensando en su primer amor, otra viuda, la desdichada señora Fitzherbert. Le habían prohibido casarse con ella porque era católica. Pero Prinny se libró del sentimentalismo.
—Disfrute, querida —le aconsejó con una sonrisa mientras la dejaba para mezclarse con sus innumerables invitados.
Mara contempló al príncipe regresar a sus deberes de anfitrión, triste al pensar que, pese a todo el poder y la incalculable riqueza que controlaba, a Su Alteza Real se le había privado de ese tesoro que cualquier campesino era libre de disfrutar: el amor.
Alzó la vista hacia el Gerrit Dou, que ahora colgaba sobre la repisa de la chimenea de la habitación azul, donde había reclamado el puesto de honor. Incluso el cuadro, con su oscuro estilo de la escuela germana, hablaba del amor de un hombre por una mujer. Algún anciano mercader había encargado el retrato de su igualmente anciana esposa. Lo que desprendía no era la lozana belleza de una futura novia como la princesa Carlota, sino la marchita hermosura del rostro de una mujer de edad avanzada, con marcadas arrugas y aspecto ajado, pero en cuyos ojos serenos se reflejaba la luz interior del amor que había durado ya toda una vida.
Al sentir que sus ojos se empañaban tontamente una vez más con el divagar de sus pensamientos, Mara salió de su ensimismamiento y fue a echar un vistazo a la sala, donde se habían dispuesto mesas para cuatro jugadores cada una.
Allí el bullicio del salón daba paso al murmullo de concentración de los jugadores. Mara reprimió una sonrisa al ver a Jordan de compañero del insoportable Alby, duque de los dandis. Vaya, su querido amigo debía de ser un jugador avispado si el altivo Holyfield había condescendido a jugar con él como compañero. Ni siquiera cuando no era más que un segundo hijo, Alby nunca había sido de los que desperdiciaban su tiempo con perdedores. Ni siquiera hablaba con hombres que compraban sus botas en el zapatero equivocado o… horror de los horrores, no conseguían acceso a White’s.
Sin embargo, el conde de Falconridge estaba a la altura de sus exigencias, reflexionó, mirando con avidez a su amante. Su traje de etiqueta en blanco y negro era simplemente masculina perfección. «Pero eso es Jordan para ti.»
Como si él pudiera sentir su mirada examinándole detenidamente, volvió la vista por encima del hombro hacia la puerta y la divisó. Le lanzó una sonrisa ardiente desde el fondo de la estancia, consiguiendo que Mara se sonrojara. Cuando sus ojos se encontraron, el corazón le dio un vuelco y la piel se le erizó.
«Oh, Dios bendito.» En el fuego latente en sus ojos se vislumbraban los planes que esa noche tenía para ella. Mara notó que se le formaba un nudo en la garganta, y se ruborizó con más intensidad.
Cielo santo, daba la impresión de que últimamente no podía hacer otra cosa que no fuera ruborizarse, reír por nada y tararear estúpidas cancioncillas. Delilah estaba bastante harta de ella.
Le devolvió la sonrisa con paciente anticipación, pero no le guardaba rencor por jugar a las cartas. Más tarde lo tendría todo para ella sola.
A continuación le brindó una ligera sonrisa y se marchó. Agitando el abanico para recuperarse del sofoco, de pronto vio a Cole, solo y pensativo, apoyado contra la galería que daba al salón octogonal. Mara siguió su mirada, haciendo una mueca de compasión al ver que estaba observando a Delilah arrojarse a los brazos de un capitán con bigote perteneciente a la Caballería Real.
Maldición, ¿por qué estaba siendo tan estúpida? Pero ya conocía la respuesta. Cole también la sabía, pero sin duda parecía estar perdiendo la paciencia.
Mara dejó a un lado su preocupación por cierto conde y fue a ofrecerle su comprensión… y su ánimo.
—No pierdas la fe en ella aún —le dijo en voz baja, uniéndose a él en la baranda.
—¿Por qué no? —farfulló—. Soy tonto por no hacerlo, la muy libertina. ¡Me está atormentando adrede!
—Sí, pero, a su modo, esa libertina te ama —repuso Mara con socarronería—. Créeme, tan solo está asustada.
Cole se volvió hacia ella con una expresión de absoluta desdicha.
—¿Querrás hablar con ella por mí?
Mara enarcó las cejas.
—No estoy segura de que deba interferir.
—¡Al menos apártala de ese sinvergüenza, quienquiera que sea! Por favor… —agregó. Parecía tan desesperado que Mara le sonrió con pesar.
—Eso sí puedo hacerlo.
Le dio una palmadita a Cole en la espalda al pasar y luego se dirigió abajo con el fin de intentar convencer a su amiga de que no se buscase su propia ruina o, como mínimo, para quitarle de encima al guapo oficial.
Tras la victoriosa conclusión de la partida de cartas, Jordan se puso en pie y le estrechó la mano a Albert y a sus derrotados oponentes. Cuando dejaron la mesa para el siguiente cuarteto de jugadores, Albert ya se estaba recreando.
—¡Bien jugado, Falconridge! Creo que nos ha ido muy bien.
—Gracias a tus habilidades, Holyfield —repuso Jordan, sin el menor indicio de ironía en su voz—. Ha sido tu juego el que ha encarrilado la partida.
—Puede que así sea, pero tú no cometiste ningún error grave.
—Eres demasiado amable.
Albert hizo un gesto de satisfacción, al parecer despidiendo a Jordan, y se internó con aire arrogante entre la multitud. Jordan le vio marchar, preguntándose cómo Max había podido soportar crecer con él como vecino. En toda su vida había conocido tamaño zoquete.
En verdad estaba sorprendido de que hubieran ganado, pues se había pasado distraído toda la partida, algo atípico en él. Lo único que deseaba era estar con Mara.
La boca se le hizo agua al pensar en ella con aquel escotado vestido de baile rosa, que se ceñía a sus curvas, y en la sensualidad que ardía en sus ojos oscuros cuando le había obsequiado con una sonrisa desde la puerta.
Aparte de dirigirle una mirada apreciativa, no se había arriesgado a evidenciar ningún otro signo de la pasión que sentía por ella. No cuando tenía a su objetivo enfrente en la mesa de juego. A fin de cuentas, le había dicho a Albert que su interés por ella era meramente sexual.
Era por el bien de Mara, y Albert, aunque cínico, le había creído sin problemas. Pero Jordan era muy consciente de que la estratagema podía explotarle en la cara si esas palabras llegaban a los oídos de Mara. De cualquier forma, ¿dónde demonios estaba ella?
Cuando se disponía a abandonar la sala de cartas para ir en su busca, se detuvo ante el regente, que entraba parsimoniosamente en ese preciso instante, con sus rubicundas mejillas enrojecidas.
—Falconridge.
Jordan saludó a Su Alteza Real con una reverencia cortés.
—Señor.
El regente pareció reparar en su mirada inquieta.
—¿Busca a alguien? —preguntó con voz lánguida, sucumbiendo a una irónica sonrisa—. Se ha ido por allí. —Señaló con la cabeza por encima de su hombro.
—Gracias, señor.
—Hum.
Mirándole con escepticismo, Prinny siguió avanzando y fue de nuevo rodeado por sus invitados.
Jordan salió a la galería, saludó a Cole y apoyó las manos en la baranda, escudriñando el amplio y ventilado espacio octogonal de abajo, en el que pronto daría comienzo el baile. Ahí estaba Mara. Una sonrisa se dibujó en sus labios cuando sus ojos se posaron en ella. Estaba hablando con Delilah.
Se apartó de la baranda para ir con ella, pero de camino a la gran escalinata atisbó a Albert por el rabillo del ojo. Jordan se detuvo al percibir cierto aire furtivo y malicioso en el despreocupado modo en que el duque caminaba a lo largo de la pared de abajo.
Albert disfrutaba demasiado siendo el centro de atención como para pegarse a la pared a menos que tramara algo. ¿Adónde se dirigía?
Jordan no era tan tonto como para perder de vista al duque, de modo que en lugar de ir a ver a su dama, siguió a su objetivo.
Unos metros por delante, Albert tomó con toda tranquilidad una copa de champán de la bandeja de un criado y un pequeño pastelillo de una mesa de dulces al pasar. Continuó su camino mientras bebía de su copa y degustaba el pequeño manjar, pero Jordan percibió un calculado propósito tras su deambular de dandi desenfadado.
Mientras le seguía la pista, supo que estaba viendo Carlton House como se suponía que debía de ser visto, iluminado por el resplandor de sus rutilantes arañas de cristal, con un millar de enjoyados invitados atestando sus resplandecientes salones, sus vestíbulos cuajados de dorados y sus fulgurantes corredores. Las desnudas estatuas de mármol eran testigo de un infinito desfile de ricos y aristócratas europeos, que llegaban con sus mejores galas. Los hombres con su elegante traje de etiqueta negro y almidonado pañuelo, de un blanco prístino, como su propio atuendo; las mujeres radiantes de todos los colores imaginables, como el surtido del Real Jardín Botánico de Kew.
Sin perder de vista a Albert, escuchó retazos de conversación mientras se adentraba entre la multitud.
—La boda se celebrará pronto.
—El 2 de mayo, ¿no es así?
—Sí, ¿en Westminster?
—No, va a tener lugar aquí mismo, en Carlton House.
—¿De veras?
—Será una ceremonia pequeña y privada, los asistentes serán principalmente de la familia, de acuerdo con Su Alteza Real. Creo que se hará en el salón carmesí.
—¿No es encantador?
La música también iba y venía, proveniente de los distintos grupos de músicos situados por todo el amplio palacio. Un trío de violín aquí; allí, un arpista y un flautista. Por la ventana se colaba el son de la banda germana de instrumentos de metal predilecta del regente tocando en la terraza que daba a los jardines.
Todo se fue apagando a su espalda a medida que continuaba siguiendo a Albert. Por delante de él, el duque caminaba en esos momentos con paso más decidido.
Antecámaras gemelas, con prístinos suelos de mármol, flanqueaban el vestíbulo de entrada principal, donde los invitados seguían llegando bajo el magnífico pórtico. Albert pasó de largo de manera relajada, dirigiéndose hacia los aposentos privados del regente dentro de Carlton House, si a Jordan no le fallaba la memoria. Estaba muy seguro de que aquel era el camino que habían recorrido cuando acompañó a Mara a entregar el Gerrit Dou a su amigo de la realeza.
Tomando un último sorbo de champán, Albert entró en una habitación situada al fondo de la antecámara, en el rincón de la izquierda.
Jordan se aproximó con cautela, acercándose de manera sigilosa a las puertas dobles de la estancia. Tras echar un rápido vistazo dentro, vio que se trataba de la grandiosa biblioteca gótica. Había un número de invitados en el interior, sentados o conversando, ya que aquel lugar era más tranquilo.
Jordan frunció el ceño al escuchar a Albert hacer un anuncio a los que habían buscado refugio allí.
—Damas y caballeros, tengan la bondad de prestarme atención —dijo con voz suave—. Su Alteza Real hará un brindis en la gran escalinata dentro de unos momentos a la salud de la princesa Carlota y del príncipe Leopoldo. La Catalani está aquí y ha aceptado interpretar una canción para la feliz pareja tras el brindis. No hay que perdérselo. Sí, eso es correcto —respondió a una anciana que había formulado una pregunta que Jordan no logró distinguir—. Tal vez deseen dirigirse hacia el salón octogonal, pues después de que la Catalani cante, he oído que dará comienzo el baile.
Los invitados no imaginaban que aquello pudiera ser algún tipo de artimaña, sino que aceptaron la sugerencia de Albert y comenzaron a abandonar con premura la biblioteca.
Jordan se sintió divertido. Se asomó de nuevo de manera furtiva y vio que Albert estaba momentáneamente distraído por un invitado que no se marchaba. Aprovechando que el duque estaba repitiendo su anuncio alzando más la voz a una pareja de ancianos, Jordan se coló en la estancia mientras el resto de los invitados se marchaban.
Se escabulló tras la colosal columna más próxima, ocultándose de la vista. Luego, al cabo de un momento, Albert pasó cerca cuando con suma elegancia echó a los invitados de la biblioteca. Entonces cerró la puerta de la biblioteca con llave.
Albert se apresuró y fue de inmediato hacia la ventana para correr las cortinas. Fue de una a otra y a continuación apagó las velas que había en la estancia, dejando tan solo una encendida con la que trabajar.
Jordan agradeció la penumbra que le ayudaba a ocultarse en tanto que Albert, ajeno aún a su presencia, se encaminaba hasta una pequeña puerta en el rincón del fondo de la biblioteca. Mientras miraba al duque a la luz de la única vela que este portaba, le vio sacarse una llave del chaleco. Podía sentir el nerviosismo del dandi, percibirlo en el modo en que se peleaba con la cerradura.
¿Qué demonios buscaba? Jordan se movió con sigilo, rodeando la columna… hasta que Albert se detuvo de repente, notando quizá otra presencia en la habitación. Se dio la vuelta y escrutó la oscuridad.
—¿Quién anda ahí? —exigió saber con voz tensa.
Jordan contuvo el aliento, sin moverse.
Al cabo de un instante, Albert maldijo entre dientes y pareció determinar que solo se trataba de imaginaciones de su mente culpable. Luego retomó su frenético forcejeo para abrir la puerta.
Mientras esperaba, nuevamente tras la columna, Jordan aguzó el oído hasta que oyó el clic de la cerradura, el movimiento del pomo y el chirrido de la puerta cuando fue abierta.
En un espejo dorado situado sobre una de las chimeneas de la biblioteca pudo ver que Albert había entrado en un pequeño cuarto privado con un escritorio y armarios archivadores.
Habida cuenta de la proximidad a las dependencias del regente, Jordan no pudo evitar llegar con desagrado a la conclusión de que Albert acababa de irrumpir en el despacho personal de Su Alteza Real.
Albert dejó la palmatoria sobre el escritorio, sacó la llave una vez más y abrió el cajón superior. Jordan le observó con fría paciencia mientras hojeaba los documentos guardados en la mesa del regente; su rostro parecía una pálida máscara de pavor a la titilante luz de la vela. No era la expresión de un hombre que estaba haciendo algo de forma voluntaria, sino más bien algo que le habían ordenado llevar a cabo mediante la coacción. En efecto, lo que Albert hacía en esos momentos podría llevarle a la horca. Estaba buscando algo, pero ¿qué intentaba encontrar?
A medida que transcurrían los segundos, Jordan se debatió entre salir de las sombras y enfrentarse al dandi o esperar y ver qué hacía a continuación.
De repente, un golpe sonó en la puerta de la biblioteca. Albert se quedó petrificado dentro del despacho real.
—¿Hola? ¿Hay alguien ahí? —dijo una voz.
Jordan volvió la vista horrorizado.
«¡Mara!»
—¿Jordan? ¿Estás ahí dentro? Me ha parecido verte venir hacia aquí. —Llamó de nuevo—. ¿Jordan? ¡Abre! Me prometiste un baile. ¡Están a punto de tocar un vals!
«¡Santo Dios, me ha seguido!»
Mientras Jordan se estremecía, prácticamente pudo sentir que Albert asimilaba las palabras de Mara. De forma súbita, Albert se apresuró en meter otra vez los documentos en el cajón, cerrándolo con premura y cogiendo la palmatoria de la mesa. Tiró de la puerta del despacho para cerrarla después de salir y echó la llave sin demora.
Hecho eso, dio unos pasos hacia el centro de la biblioteca y, mientras Mara seguía llamando, miró en la oscuridad por doquier sosteniendo la vela en alto.
—¿Falconridge? —susurró con enojo—. ¿Estás ahí? ¡Falconridge! ¡Por Dios, habla si estás aquí!
Albert aguardó; Jordan contuvo la respiración.
Maldición. Ese era el motivo exacto por el que jamás mezclaba el trabajo con el placer. Cualquier progreso que hubiera hecho con Albert, ella acababa de echarlo por tierra sin ser consciente de ello.
Su única esperanza era que Albert diera por hecho que Mara estaba equivocada.
Ella llamó de nuevo a la puerta.
—¿Jordan?
Albert parecía no saber qué creer.
—Si estás aquí dentro, Falconridge, lo lamentarás.
Jordan no articuló una sola palabra. Ni siquiera respiró. Podía sentir a Albert escrutando las sombras en su busca, pero cuando Mara llamó una vez más a la puerta, el duque soltó un improperio entre dientes y se marchó con las manos vacías, abandonando la estancia por otra puerta entre un par de columnas al otro extremo de la habitación.
Jordan dedujo que Albert optaría por regresar a la fiesta, estimando que era la alternativa más segura después de haberse escabullido por el palacio. Querrían que le vieran con el fin de asegurarle al mundo que no sucedía nada fuera de lo normal.
Entretanto, Jordan abandonó su escondite y fue a abrir la puerta antes de que Mara atrajera más atención no deseada. Sus llamadas comenzaban a sonar más irritadas que afables.
—¡Jordan, sé que estás ahí! ¿Estás indispuesto?
Hubo un ominoso silencio mientras él se aproximaba a la puerta que los separaba.
—Te he visto venir hacia aquí —le informó desde el otro lado—. Jordan… ¿estás solo?
Él abrió los ojos como platos. ¿Mara temía que se hubiera escabullido con otra mujer? ¡Dios bendito!
Pero ya la había visto celosa con antelación… en la cena ofrecida por Delilah. Si Mara le había visto encaminarse hacia aquel lugar, entonces tendría sospechas con respecto al motivo por el que la estaba ignorando.
Y eso no podía permitirlo.
—¡Ahí estás! —exclamó en cuanto se abrió la puerta—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Esperarte. —Jordan la agarró de la muñeca, tiró de ella dentro de la estancia, la atrajo hacia sus brazos y la besó de manera apasionada.
Cambio de tema… una técnica predilecta de todo espía.
Jamás fallaba.
Descargar: Capítulo 10
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