martes, 20 de noviembre de 2012

Mi Despiadado Príncipe. Capítulo 1 Parte 2


Se quedo inmovil durante un largo momento... hasta que escucho su voz, tranquila y sombría.

—Dime, por favor, Díos mio, dime que no estas metida allí.

Emily lentamente tiro del borde de la manta desde su cara. Al principio, desde su punto de vista, solo podía ver la mitad inferior de su cuerpo muscular.

El gran y suelto abrigo negro. Pantalones de cuero negro muy desgastados. Botas negras hasta la rodilla. 

Con la esperanza de que el no se iba a enfadar, se saco la capa y salio de su escondite, asomandose para estar más segura de que los otros se habían ido, y después se dejo caer desde la guarida del zorro hasta el estrecho arroyo.

Sonrió y se hecho el pelo sobre los hombros.

—Sorpresa.

Desde el otro lado de la orilla, Drake la inmovilizó con una fría y seria mirada. 

Su descarada sonrisa se desvaneció mientras observaba el pálido rostro angulado con miedo, posiblemente de furia al verla.

Moviendo su cabeza con incredulidad, sin pronunciar una palabra, el alto hombre semidiós de pelo negro la escaneaba de pies a cabeza, asegurándose de que no estaba herida. 

Hizo lo mismo que el mientras se acercaba a ella con cautela, aliviada al no encontrar nuevas heridas en su alto y formidable cuerpo. Sin embargo, en sus ojos la misma fracturada insensibilidad resplandecía en las oscuras profundidades de carbón.

Fue entonces cuando supo que estaba tan loco como ella al venir aquí, que había echo lo correcto. 

Ni siquiera estaba cerca de estar completamente bien.
Dios, le dolía, la mirada perdida en sus conmovedores ojos después de todo lo que había pasado. Claramente, no entendía las consecuencias de sus acciones.

¿Qué pensaba el que estaba haciendo? Los Prometeos posiblemente no podían confiar en el. Le matarían, y si no lo hacían, ahora lo haría la Orden.

Sus hermanos guerreros ahora le veían como un traidor.

Dio otro paso hacia el, sosteniendo su mirada.

—¿Cómo estas? ¿Estás bien? —murmuró ella.

Con un a fría sonrisa, el no respondió a la pregunta.

Pero Emily no tomo la ofensa más que en el momento en el que había tenido ese halcon con la ala rota y que mordió su dedo. 

Drake necesitaba ayuda, y eso era porque ella estaba aquí.

Manteniendo su mirada, se acerco, a pesar de hacer que su corazón dolía cada vez que le miraba a los ojos y leía el dolor dejado por lo que esos bastardos Prometeos le habían echo. Su tiempo en captividad le había convertido en un distante e inquietante extraño cuya sola presencia bullía con silencioso odio y rabia... un hombre que una vez había sido un empedernido bromista.


Como muchacho, había sido aficionado a gastar bromas. A los veinte, había sido un pícaro amante de la diversión con el mal hábito de cantar en toscas tabernas canciones a alto pulmón cuando estaba borracho, riéndose ante la atención de todas esas horribles mujeres pintadas, altas y bajas, quienes le adulaban y le llamaban “Westie” diminutivo de su título, Conde de Wetswood. A los treinta, aún era muy hermoso por fuera. Siempre había sido tan hermoso... pero por dentro, ella sabía que los torturadores le habían destrozado. Destruido una vez su encanto, su ardiente deseo de vivir. Ahora parecía ser la única que podía alcanzarle debido a su historia juntos.
El confiaba en ella.

Pocos meses después de los golpes e interrogatorios, la Orden había quitado todas las cadenas necesarias para poder recuperar a su agente. Drake había sido devuelto a ellos en un estado tan dañado que había perturbado a todos. Había atacado a sus antiguos compañeros al igual que un hombre salvaje, sin reconocerles, pensando que todos querían matarle.  

Rogándoles que no le metieran en una jaula, despotricando que tenía que regresar con James. El anciano estaba en peligro, dijo una y otra vez. En lugar de prestar atención a esto, sus entristecidos amigos le habían llevado a casa para que pudiera mejorar.

Aún llenaba de ira a Emily el pensar en como de delgado había estado él cuando le vio por primera vez, como había saltado ante el menor ruido.

Independientemente de lo que los secuestradores habían hecho para revolver su ingenio, no había reconocido a su madre o la casa de campo donde había crecido.
La única cosa que recordó... fue ella.

Mientras Lord Rotherstone, uno de sus más cercanos amigos en la Orden, le había custodiado hasta la Mansión Westwood, Emily se había lanzado a la tarea de curar a su amado compañero de la infancia.
Habían estado haciendo buenos progresos después de unas pocas semanas. Lo hizo lenta, suave y tranquilamente para comenzar a guiarle fuera de la oscura tormenta en la que vivía. Incluso había clamado victoria al verle despertar una mañana después de haber dormido una noche entera.
Después de un tiempo parecía estar tan bien que la última cosa que había esperado era que Drake tomara el asunto en sus propias manos, escapando y tomándola como rehén, todo para que pudiera regresar con su preciado James y aquellos que habían abusado de él.

Frente a todas las evidencias, para Emily todavía no se atrevía a creer que Drake se había convertido en un traidor. Era imposible.

No, tenía la terrible sensación de que el autentico motivo de su vuelta era para intentar obtener venganza.

Lo cual solo mostraba lo inestable que aún era.

La Orden había estado combatiendo con los infames Prometeos durante siglos. Un hombre solo no iba a acabar con toda la organización. Enfermo o sano, sin embargo, pensó ella, dejaría a Drake intentarlo. 

Lo que fuese que tenía bajo la manga, claramente, no la habían incluido en sus planes.

—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —demandó en voz baja y tensa mientras ella aventureramente se acercaba a el.

—¿No estás contento de verme? —Intentó en un tono airado.

El la miro con exasperación. —No, en absoluto.

—Sabes porque estoy aquí, Drake, —le reprendió lentamente poniendo paciencia. —He venido para llevarte a casa.

El cerro los ojos. Bajo la cabeza. Se rasco las cejas. Lo cual no era un buen augurio.

Abrió sus ojos azabaches y la miro fijamente. — Lárgate de aquí. Ahora.
—No.

—Aprecio tu gesto, Em, pero has echo un viaje en vano. Voy a quedarme aquí, y tu regresaras a casa. Vamos. Métete en la cueva y escóndete hasta que nos retiremos al castillo. Te cubriré.

—¡No! ¡No me iré a ningún lado sin ti! ¿Crees que he hecho seiscientas millas para nada? —Miró al bosque para asegurarse de que los otros no volvían.


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